Miércoles 22 de abril de 2020. 40 semanas.

Son las 6 de la madrugada y tengo la sensación de que he cogido una gastroenteritis. O que algo me ha sentado mal. Necesitaba ir al baño cada poco tiempo porque tenía dolores muy parecidos a retortijones. En ningún momento pensé que estaba de parto, no reconocí esa sensación como parte del proceso desde mi experiencia previa en el anterior parto.

Bajé al salón porque no podía dormir más y observé que las sensaciones podrían indicar que el baile había comenzado.

Sobre las 7 y poco le escribí a mi hermana y le dije «no sé si estoy de parto», y a los pocos minutos después le escribí: «sí, esto ya ha empezado». Fue cuestión de minutos el ser consciente de que el momento había llegado.

Los dolores eran muy rítmicos, tenía la sensación de que iba muuuuuy rápido. Y bastante intensos. Mi marido, mi hija y la perra dormían en la habitación plácidamente. Yo, de pie, bailando y cantando cada ola que iba viniendo. Era una sensación muy diferente al primer parto.

El lugar que decidimos para dar la bienvenida a nuestra segunda hija, desde que vimos aquel positivo inesperado, fue nuestro propio hogar. Con el olor, el calor, la energía de la familia; ese fue nuestro deseo para esta experiencia.

Tenía el altar de parto con las afirmaciones, velas, inciensos, piedras, oráculos… Todo preparado para cuando llegara el momento.

Pero mi foco de atención estaba muy lejos de lo material y lo terrenal. Estaba más en conexión con la Pachamama y con Dios que con lo tangible y el ambiente externo. Más adentro que afuera.

No me dio tiempo a encender ni una vela o a llamar a los seres de luz como tenía previsto. Pero no hizo falta, la magia estaba presente. Y los seres de luz, mis ancestros/as y el Universo Infinito estaban allí. Yo era el canal de manifestación. A través de la energía dadora de vida que en ese momento era, supe que no sería necesario ningún tipo de acto ceremonioso consciente. Sucedió naturalmente. Estaba siendo parte de un rito de paso de mano de algo más grande que me pudiera imaginar. «Yo», mi cuerpo, simplemente, se dejaba llevar cual animal.

Son las 8:00 a.m. Subo a la habitación y con un «Nacho, ya está», mi marido saltó de la cama y empezó a organizar lo que necesitábamos para parir en el agua.

La piscina inflada, el agua calentita, la música sonando y las velas y el incienso encendido (todo gracias a Nacho). Entre gemidos y movimientos viscerales, me sumergí en las aguas que iban a dar paso a la vida de nuestra pequeña África.

Estaba disfrutando tanto el proceso, es algo que no puedo expresar con palabras. Es algo, como digo, divino, mágico y totalmente fuera de la mente o el cuerpo, incluso.

Cada ola era más intensa. Solamente necesitaba abrir mi garganta y emitir sonido. Estaba en trance. Un maravilloso viaje que le deseo a cualquier persona.

Al poco, suena la puerta. Es Blanca, una de mis matronas. Ella, su presencia y su energía de poder, me transmitían absoluta confianza y fe. La sentía como una abuela loba que velaba en silencio y protegía nuestra alma.

Quiero empujar. Siento algo, algo muy de adentro que me pide empujar.

Ya no hay dolor. No siento ningún tipo de dolor. Solamente ganas de empujar.

Suena la puerta: es Nani, mi ángel de la guarda. La matrona que ha estado acompañándome todo el embarazo. Ella y su energía es la del amor incondicional. Es ternura. Con ella todo es muy fácil.

Ninguna de estas dos matronas estaban de guardia, pero mi deseo al Universo era que me asistieran ellas. Esto es lo que pasa cuando pides alto y con fe absoluta. El Universo te lo da.

Nani me acaricia los brazos, me susurra que todo va bien y me da a oler aceites esenciales mientras Blanca observa con presencia plena apoyada en el borde de la piscina.

Necesito agarrarme a algo/alguien para empujar. No soy yo, lo prometo. Estoy conectada con algo de ahí arriba. No lo puedo explicar. Nacho me coge de las axilas y yo a él del cuello, y así, puede levantarme un poco cada vez que quiero empujar.

Siento la cabeza. Mi matrona me dice que yo misma puedo explorarme, que África está ahí. Y sí, toqué su cabeza y no cabía en mi asombro.

Empiezo a reír. Sí, a reír. A sonreír y a disfrutar del proceso más aún. Recuerdo vagamente que pensé «esto está pasando, ¡qué felicidad!». La oxitocina corría y fluía por todo mi hogar. Y a todo esto, la pequeña India (mi hija mayor), seguía dormida.

Serían las 9:20 aproximadamente. Siento que mi alma se va. Y de repente escuchamos: «¡papi!». India se acaba de despertar. Nacho sube a por India, yo me agarro a Nani, y ahí está. El aro de fuego del que tanto había escuchado hablar. Fuego en mi vulva, fuego que transforma y que da vida a lo nuevo. Nani y Blanca avisan a Nacho, «¡Nacho, bajad!». Mi hija en brazos de mi marido bajan por las escaleras. Y los dos, de espectadores, con ojos de incredulidad, vivencian el nacimiento de la nueva lucecita de la familia. Mi alma sale del cuerpo para coger de la mano al alma de mi hija y darle la bienvenida. Con un grito desgarrador (no sentía nada de dolor), sale su cabeza. La toco, es pequeña y su pelo es suavito.

Con el segundo gemido de las entrañas, a las 9:26 a.m. vino al mundo África. 3’850kg. 51 cm. En el «Día de la Tierra».

Directa a mi pecho, apenas llora, está en calma, en paz absoluta. Y yo, en una nube de amor. Le decía a India :»ya está aquí Afri» y ella, recién levantada, estaba expectante y tranquila, curiosa, y yo me sentía feliz aunque un poco aturdida.

Nos abrazamos, nos miramos asombrados y felices. De repente, en apenas dos horas, nos hemos convertido en una familia de 5 (con Nala).

India se emociona cada vez más, y pide entrar en la piscina. Ella tenía clarísimo que quería compartir ese momento conmigo, con nosotras. Y allí estábamos las tres. Las Diosas en nosotras. El Universo en nosotras. La VIDA en nosotras.

África se engancha al pecho y empieza a mamar. Yo siento contracciones de nuevo, pero esta vez sí que duele. Son los entuertos, la placenta se estaba desprendiendo y mi útero se contraía con cada succión de la pequeña. Fue un momento duro, me dolía bastante, pero claro, estaba tan feliz. Recuerdo decir: «¿acabo de parir? ¿Esto es verdad?». Estaba con incredulidad total.

Al poco, salí de la piscina, me tumbé en el sofá. Qué a gusto, qué felicidad, qué fuerte todo. «¡Que me he levantado hace tres horas y tengo una nueva hija!» El alumbramiento de placenta fue precioso, la sensación súper agradable, aunque tardó una media hora en salir.

Honramos a la placenta, le dimos las gracias por ser la protectora y fiel compañera de la pequeña. La llenamos de flores y estuvimos un rato de conexión maravillosa con su energía, la energía de la vida. Nacho cortó el cordón cuando dejó de latir, y congelamos la placenta para que, cuando podamos, la devolvamos a la tierra en algún lugar sagrado para nosotrxs.

Tuve un pequeñísimo desgarro, y la matrona me dijo que se cicatrizaría solo pero que, si quería, me podía dar un punto. Le dije que sí y con mucho mimo y amor, el proceso terminó.

El día 22 no había hecho más que comenzar y fue con el mejor regalo que nos podríamos imaginar.